Una verdadera cátedra sobre el derecho penal, que incluyó un fuerte “tirón de orejas” a los administradores de justicia y a los medios de comunicación, dictó en las últimas horas el Papa Francisco, quien se declaró contrario al endurecimiento de penas y a que se castigue simplemente al culpable, sin ayudarle a reconvertirse y resocializarse.
Los pronunciamientos los hizo el Sumo Pontífice en un mensaje que dirigió al 19 Congreso Internacional de la Asociacion internacional de Derecho Penal que se realizará en Río de Janeiro Brasil, del 31 de agosto al 6 de septiembre próximos y en el cual dijo compartir con los participantes en el encuentro “algunas ideas que llevo en el alma y que forman parte del tesoro de la Escritura y de la experiencia milenaria del Pueblo de Dios”.
“El Señor ha ido enseñando, poco a poco, a su pueblo que hay una asimetría necesaria entre el delito y la pena, que un ojo o un diente roto no se remedia rompiendo otro”, advierte el Papa, quien subraya que “se trata de hacer justicia a la víctima, no de ajusticiar al agresor”.
Según el Pontifice “en nuestras sociedades tendemos a pensar que los delitos se resuelven cuando se atrapa y condena al delincuente, pasando de largo ante los daños cometidos o sin prestar suficiente atención a la situación en que quedan las víctimas”.
“Pero–continúa diciendo– sería un error identificar la reparación sólo con el castigo, confundir la justicia con la venganza, lo que sólo contribuiría a incrementar la violencia, aunque esté institucionalizada. La experiencia nos dice que el aumento y endurecimiento de las penas con frecuencia no resuelve los problemas sociales, ni logra disminuir los índices de delincuencia. Y, además, se pueden generar graves problemas para las sociedades, como son las cárceles superpobladas o los presos detenidos sin condena… En cuántas ocasiones se ha visto al reo expiar su pena objetivamente, cumpliendo la condena pero sin cambiar interiormente ni restablecerse de las heridas de su corazón.
En este punto, el Papa Francisco llama la atención de los medios de comunicación, y advierte que en su legítimo ejercicio de la libertad de prensa, juegan un papel muy importante y tienen una gran responsabilidad.
“De ellos -precisa– depende informar rectamente y no contribuir a crear alarma o pánico social cuando se dan noticias de hechos delictivos. Están en juego la vida y la dignidad de las personas, que no pueden convertirse en casos publicitarios, a menudo incluso morbosos, condenando a los presuntos culpables al descrédito social antes de ser juzgados o forzando a las víctimas, con fines sensacionalistas, a revivir públicamente el dolor sufrido”.
Posteriormente manifiesta que “la confesión es la actitud de quien reconoce y lamenta su culpa”, pero advierte que “si al delincuente no se le ayuda suficientemente, no se le ofrece una oportunidad para que pueda convertirse, termina siendo víctima del sistema”.
Añade que “es necesario hacer justicia”, pero subraya que “la verdadera justicia no se contenta con castigar simplemente al culpable. Hay que avanzar y hacer lo posible por corregir, mejorar y educar al hombre para que madure en todas sus vertientes, de modo que no se desaliente, haga frente al daño causado y logre replantear su vida sin quedar aplastado por el peso de sus miserias”.
Al efecto evoca el modelo bíblico de confesión del buen ladrón, al que Jesús promete el paraíso porque fue capaz de reconocer su falta: “Lo nuestro es justo, pues recibimos la paga de nuestros delitos; éste en cambio no ha cometido ningún crimen” (Lc 23, 41).
Tras proclamar que “todos somos pecadores; Cristo es el único justo”, el Papa Frnacisco hace finalmente los siguientes señalamientos:
No pocas veces la delincuencia hunde sus raíces en las desigualdades económicas y sociales, en las redes de la corrupción y en el crimen organizado, que buscan cómplices entre los más poderosos y víctimas entre los más vulnerables. Para prevenir este flagelo, no basta tener leyes justas, es necesario construir personas responsables y capaces de ponerlas en práctica. Una sociedad que se rige solamente por las reglas del mercado y crea falsas expectativas y necesidades superfluas, descarta a los que no están a la altura e impide que los lentos, los débiles o los menos dotados se abran camino en la vida (cf. Evangelii Gaudium, 209).
El perdón, en efecto, no elimina ni disminuye la exigencia de la rectificación, propia de la justicia, ni prescinde de la necesidad de conversión personal, sino que va más allá, buscando restaurar las relaciones y reintegrar a las personas en la sociedad.
Aquí me parece que se halla el gran reto, que entre todos debemos afrontar, para que las medidas que se adopten contra el mal no se contenten con reprimir, disuadir y aislar a los que lo causaron, sino que les ayuden a recapacitar, a transitar por las sendas del bien, a ser personas auténticas que lejos de sus miserias se vuelvan ellas mismas misericordiosas. Por eso, la Iglesia plantea una justicia que sea humanizadora, genuinamente reconciliadora, una justicia que lleve al delincuente, a través de un camino educativo y de esforzada penitencia, a su rehabilitación y total reinserción en la comunidad.
Qué importante y hermoso sería acoger este desafío, para que no cayera en el olvido. Qué bueno que se dieran los pasos necesarios para que el perdón no se quedara únicamente en la esfera privada, sino que alcanzara una verdadera dimensión política e institucional y así crear unas relaciones de convivencia armoniosa. Cuánto bien se obtendría si hubiera un cambio de mentalidad para evitar sufrimientos inútiles, sobre todo entre los más indefensos.
Queridos amigos, vayan adelante en este sentido, pues entiendo que aquí radica la diferencia entre una sociedad incluyente y otra excluyente, que no pone en el centro a la persona humana y prescinde de los restos que ya no le sirven.
Me despido encomendándolos al Señor Jesús, que en los días de su vida terrena, fue apresado y condenado injustamente a muerte, y se identificó con todos los encarcelados, culpables o no (“Estuve preso y me visitaron”, Mt 25,36). Él descendió también a esas oscuridades creadas por el mal y el pecado del hombre para llevar allí la luz de una justicia que dignifica y enaltece, para anunciar la Buena Nueva de la salvación y de la conversión. Él, que fue despojado inicuamente de todo, les conceda el don de la sabiduría, para que sus diálogos y consideraciones se vean recompensadas con el acierto.
Les ruego que recen por mí, pues lo necesito bastante.
Cordialmente,
Francisco