‘Legalizar la droga trae más tragedias que beneficios’: expresidente Uribe

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Por Alvaro Uribe Velez

El Acto Legislativo 2 de 2009, incorporado a la Constitución, define que las drogas son ilegales, pero expresamente prohíbe llevar a los consumidores a la cárcel, ordena la intensificación de políticas de salud pública que prevengan y rehabiliten, y no deja duda de que el distribuidor, de cualquier cantidad, debe ser llevado a prisión.

El Gobierno actual no ha querido reglamentarlo y algunas de sus afirmaciones dan la sensación de que no lo ha estudiado. Este Acto Legislativo muestra que aquello que se podría llamar una política sensata no necesita apoyarse en la peligrosa legalización. En los debates se habla de legalizar, descriminalizar y despenalizar. Si además del consumo también se descriminaliza la distribución, el tráfico y la gran producción, estaríamos en presencia de algo igual a legalizar.

Hay países que no criminalizan el consumo, pero sí penalizan administrativamente al consumidor que incumpla con la obligación de someterse a tratamiento rehabilitante. Por ejemplo, se le imponen multas u otras sanciones como el retiro de la licencia de conducción. Una norma semejante podría introducirse en Colombia como consecuencia del Acto Legislativo.

Los amigos de la legalización denuncian un rotundo fracaso en EE. UU. por el supuesto encarcelamiento masivo de consumidores. Sin embargo, varias autoridades de ese país afirman que en las cárceles están distribuidores que han fungido como simples consumidores. Temas como este necesitan claridad para la menor subjetividad del debate. Las estadísticas muestran disminución del consumo de cocaína en Norteamérica, que coincide con la disminución de producción en Colombia, no obstante que hay aumento en utilización de otras drogas, como las sintéticas.

Informes de la ONU muestran un más acelerado crecimiento del consumo juvenil en algunos países latinoamericanos que en Europa. Y los crecientes niveles de criminalidad en nuestra región están altamente asociados a la droga, no porque sea ilegal, sino porque sirve para cometer asesinatos de diferentes motivaciones.

Los países industrializados requieren dar cuentas de aquello que nosotros hacemos diariamente en esta lucha.

Poco se conoce sobre sus resultados en contra del lavado de activos, en decomiso de precursores químicos y en confiscación de riqueza ilícita. Faltan medidas eficaces y decisiones políticas contra el tráfico de armas. Basta saber que en los últimos años, México ha incautado a criminales 100 mil armas de asalto vendidas legalmente a civiles en Estados Unidos.

Gobiernos del vecindario piden legalización y hablan de fracasos cuando aún no han empezado a actuar contra el negocio criminal. En Colombia, además de los consumidores, los productores tampoco son encarcelados.

Nuestro Gobierno hizo acuerdos con 90 mil familias campesinas, guardabosques, para que abandonaran los cultivos de drogas, colectivamente mantuvieran las áreas libres del flagelo y supervisaran la protección del bosque; el Gobierno las bonificaba al momento que la ONU certificaba el cumplimiento de las obligaciones. El Acto Legislativo permite criminalizar al gran productor y buscar alternativas de ingreso al campesino.

América Latina tiene el 57% del bosque primario remanente del Planeta. Conservarlo es un imperativo ambiental. Las drogas son una gran amenaza. En Colombia se han destruido más de 2 millones de hectáreas.

Combatir los cultivos ilegales con políticas sensatas como Familias Guardabosques es mucho mejor que soltar la rienda de la legalización. Es cierto que el cultivo legal también amenaza al bosque primario y que su sustitución también se debe prohibir. En el caso de las drogas, el cuidado de la frontera agrícola se refuerza con la ilegalidad del cultivo.

Para aprobar usos científicos o medicinales no se requiere legalizar. Es normal y necesario que la ciencia experimente con distintas sustancias en aras del bien social, como también es factible que la norma jurídica permita excepcionalmente al galeno utilizar una sustancia ilegal en la curación de un paciente.

Se aduce que al legalizar se eliminaría el negocio criminal que proviene de venderles a los adictos. Se desconoce que la mayor cantidad de dinero surge del crecimiento de la demanda por parte de consumidores.

La tesis legalizadora, según la cual se cobrarían impuestos para pagar la rehabilitación de pacientes, es cuestionada por un sector de economistas, cuyos cálculos econométricos ilustran que la legalización traería un incremento tan sustancial de consumidores, especialmente al inicio, que la tarifa impositiva tendría que ser tan alta que invitaría a la evasión y al contrabando.

Varios grupos científicos afirman que la adicción a las drogas suaves es un camino inexorable a las drogas fuertes.

Informes de la policía colombiana revelan que casi el ciento por ciento de los sicarios arrestados después de cometer un crimen han obrado bajo el influjo de las drogas o en combinación con el alcohol. En México y EE. UU. esta cifra corresponde a más del 50% de los casos de asesinatos.

En nuestro país, el Gobierno, en lugar de reglamentar el Acto Legislativo, le hace coqueteos a la legalización, en contravía del clamor de millones de familias por una política drástica contra la distribución, cuyos hijos son asediados por el narcotráfico en las escuelas públicas, inducidos al consumo y posteriormente utilizados en el comercio y en el crimen.

Si bien en nuestra democracia la familia es la fuente insustituible de enseñanza y de valores, papás, mamás e hijos necesitan los linderos trazados por las normas jurídicas y la acción del Estado. Legalizadores llegan al absurdo de afirmar que basta con que la familia infunda valores para evitar que los hijos se dejen involucrar en las drogas.

El discurso oficial confunde. Un día habla de legalizar y al siguiente de buscar nuevas políticas; o propone cobrar impuestos al narcotráfico y en ocasión diferente afirma que mantendrá una ofensiva intensa que no se entiende porque sería contradictoria con la legalización.

Es increíble que en Colombia, donde veníamos ganando esa lucha, podamos empezar a perder el rumbo. El primer efecto negativo es el debilitamiento de la Fuerza Pública, cuyos integrantes podrán razonar que no se justifica exponerse ante una actividad criminal que puede ser legalizada.

Incomprensible que sectores que se ufanan de ser de avanzada intelectual desconozcan un principio universal de la democracia: la responsabilidad del individuo como ser social. Y en su defecto propongan legalizar las drogas en nombre «del libre desarrollo de la personalidad», a sabiendas de que estas sustancias alienan al individuo y lo convierten en un ser sin autocontrol y, por ende, no responsable frente a los derechos del prójimo.

La permisividad en relación con las drogas es la negación de la libertad. El ser humano es el único ser libre, porque controla su voluntad. Legalizar en nombre de la libertad es fertilizar el camino para perderla.

Finalmente: Es menos difícil rehabilitar a 33 millones de adictos y precaver que crezca el número de 220 millones de consumidores, que evitar el riesgo de contagio a 7 mil millones de habitantes. Es menos difícil erradicar 1.5 millones de hectáreas y aplicar políticas de decomiso y sanción a las drogas sintéticas, que proteger 148 millones de km cuadrados de superficie. El crimen no puede ser campeón. Eso depende de nuestros gobiernos.

 

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