¿Diagnósticos errados sobre las Farc?

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Por Eduardo Mackenzie

Cuidémonos de darle peso excesivo a ciertos diagnósticos sobre el estado de las Farc. La frase “las Farc están debilitadas y reducidas”, o su variante “las Farc no están derrotadas, pero sí debilitadas”, alcanza hoy el rango de categoría política intocable. Y todo el mundo debe estar tranquilo tras oír eso. Con esa expresión comienza y culmina el análisis de ciertos especialistas y hasta de los voceros del gobierno y de algunos jefes militares. Tal diagnóstico cobra fuerza, sobre todo, después de cada golpe contra ellas, como los ocurridos en Arauca y Meta, en marzo pasado, donde hubo casi 70 guerrilleros abatidos, y tras la puesta en libertad, sin contraprestación evidente, de los últimos 10 uniformados que tenía ese movimiento armado.

Sin embargo, un éxito militar de hoy contra la guerrilla puede ocultar una derrota política futura del Estado.

El análisis sobre la seguridad nacional no debe partir de la situación física y psicológica de la guerrilla. Debe comenzar, por el contrario, con un diagnóstico lo más exacto posible sobre la capacidad de lucha, militar, intelectual y política, del Estado que hace frente a ese difícil adversario. Lo fundamental es saber cómo está el Gobierno, el Ejército, la Justicia y, sobre todo, si hay unidad entre éstos y la sociedad civil en la lucha contra el proyecto y las acciones del terrorismo. Ese es, quizás, el buen enfoque.

¿Cuál es el análisis que hace el Gobierno en estos días? Que todo va muy bien.

Sin embargo, eso podría ser sólo un espejismo. ¿De qué sirve saber que las Farc “están debilitadas y reducidas” si lo que sigue, tras esa constatación, es que el Gobierno estima que es necesario negociar con ellas? ¿De qué sirve saber que la guerrilla está “aislada” si los medios envían a la población un mensaje peor aún: que hay que ceder pues la victoria militar contra ella “no es posible”?

Si el Gobierno se muestra confuso y vacilante sobre lo que debe hacer en el terreno político luego de propinarle golpes al terrorismo, dando a entender que podría dialogar si ellos dejan de secuestrar, o de reclutar niños (como si ese viraje fuera posible), y si precisa que podría negociar (“personalmente”, es decir en secreto y a espaldas de todo el mundo), el panorama del fin de conflicto no es claro.

Sobre todo si el Gobierno, tras verificar que la guerrilla está menguada, hace lo indispensable para cambiar la Constitución para que, mediante la llamada “justicia transicional”, los jefes terroristas, en últimas, tras la supuesta “negociación”, no sean castigados sino premiados, y para que las víctimas de éstos no sean reconocidas sino ignoradas. ¿Qué habremos ganado si los que buscan encarcelar a los militares y a otros servidores de la Patria, en lugar de protegerlos y honrarlos, son los nuevos orientadores del Gobierno?

La cosa, entonces, va mal, a pesar de los aparentes descalabros del terrorismo.

En otras palabras, si la actividad militar, aún la más exitosa y heroica, no va acompañada de una postura política firme, a corto, mediano y largo plazo, de desmantelamiento militar y político efectivo del terrorismo, no sólo de su capacidad ofensiva, sino de su “filosofía” social, el país va en la dirección errada: avanza, es cierto, pero hacia la derrota, no hacia el triunfo de la libertad sobre la violencia.

El combate que hace la guerrilla contra el Estado democrático no es una guerra ordinaria, es una guerra total y sobre todo política. Esta consiste en algo muy simple: la guerrilla mata, destruye, corrompe y hasta pierde en el terreno militar, pero gana, al final, en el terreno político, gracias a la llamada “salida negociada”.

La guerrilla es algo muy particular. Tiene un doble carácter que se mantiene oculto: ella siempre es débil y siempre es fuerte. Es débil ante a un Estado democrático, único actor legítimo, y es fuerte pues dispone de aliados extranjeros y porque logra convencer a su adversario de que su legitimidad es dudosa. Éste debe, en consecuencia, rendirse políticamente, incluso tras años de violentos combates.

La guerrilla es fuerte porque su debilidad militar no es el factor central. Es fuerte pues pretende tener un punto de vista político y moral “superior”. ¿Por qué? Porque el Estado que reprime la violencia comunista, dice, no es democrático sino “fascista”. Convencer a su adversario de esa impostura es el arma más letal y más secreta de todas las direcciones comunistas que en el mundo han sido.

El Estado que no se protege contra esa labor insidiosa, política y psicológica a la vez, termina vencido.

Por eso no existe guerrilla comunista sin aparatos de propaganda, sin agentes de influencia, sin infiltraciones calculadas y a largo plazo, y sin agitadores que mienten y aparentan no compartir aquellos objetivos ni aquellos métodos.

En esas condiciones, cuando una guerrilla gana (fenómeno muy raro en la historia) no es por sus acciones armadas, sino por el empuje de su falsa dialéctica dentro de la sociedad abierta.

La lucha ideológica, política, intelectual y filosófica contra la subversión armada comunista es, pues, un factor decisivo. La sola acción militar no basta para derrotarla. Es lo que creía Chan Kai-chek cuando luchaba contra Mao. Es lo que creía Batista cuando combatía a Fidel Castro.

Si por ceguera, cobardía o complicidad, esa lucha ideológica, política e intelectual no la hace el Estado, las libertades no tienen futuro. En esas circunstancias, no le queda más remedio a la sociedad civil que apersonarse de eso. Es lo que está ocurriendo en Colombia. La batalla intelectual, filosófica y cultural en defensa de la democracia está hoy en manos de un puñado de políticos, intelectuales y periodistas abnegados, que deben abrirse paso no sólo contra los aparatos bien financiados de la subversión, enquistados en puntos claves de la sociedad, sino contra la hostilidad del gobierno, que llegó a acusarlos, por puro atraso, de ser una “mano negra”. La lucha es también contra la misma justicia, que los amenaza con procesos absurdos y que hasta ha pedido la censura para algunos de ellos.

Cuando el combate político del campo democrático da pasos para organizarse y extenderse a nivel del continente, la subversión armada deviene histérica: hace unos días, la prensa chavista de Venezuela saltó como una cabra para estigmatizar al ex presidente Álvaro Uribe y la Fundación Internacionalismo Democrático. Chávez ve en ello una amenaza contra él y contra los supuestos “gobiernos progresistas” de la región. Ellos son más conscientes que otros que la información y el combate ideológico es principalísimo. Veremos algo más de eso, con gesticulaciones ridículas, en la VI Cumbre de las Américas, el 14 y 15 de abril próximo en Cartagena, pues el “movimiento bolivariano” piensa transformarla en tribuna para agitar sus tesis.

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