A los colombianos lo que nos gusta es el bochinche. Somos un país bochinchero. Acaba de formarse uno –el más reciente, pero no el último– por cuenta de unas pancartas que un grupo de jóvenes –supongo– ha instalado en algunas calles de Bogotá con el único propósito de que todo el que quiera le lance tomates a los rostros del procurador general, Alejandro Ordóñez, y del presidente del Senado, Roy Barreras, quienes han sido encarnizados opositores al matrimonio igualitario, iniciativa que acaba de hundir el Senado de la República. Los dos han sido blanco de tomatazos por partes iguales. De modo que en eso también están empatados.
Pero resulta, sin embargo, que hay un grupo de colombianos que cree que levantar a tomatazos unas fotografías de personajes de la vida pública nacional es un acto poco menos que terrorista y que por tal razón deben ser llevados a la picota pública para que paguen por su atrevimiento. De inmediato los bochincheros de oficio se sumaron a las voces de rechazo a “acción criminal” y se han encargado de meterle candela al episodio, como si se tratara de un asunto de Estado que compromete la suerte misma de la Nación.
La verdad es que este nuevo bochinche no debería dar para tanto escándalo. En Europa le tiran tomates todos los días no a las vallas, como está ocurriendo en el parque de Lourdes de Bogotá, sino a los funcionarios públicos, entre ellos ministros y parlamentarios, quienes no solo tienen que aguantarse el tomatazo, sino que deben poner la cara para explicar sus actuaciones.
Pero no solo en Europa los funcionarios públicos son víctimas de los llamados indignados. Aquí en Colombia a José Obdulio Gaviria, entonces asesor del presidente Álvaro Uribe Vélez, le reventaron un huevo crudo en la testa y uno de los que participó en ese “acto terrorista”, el joven Camilo Romero, es hoy senador de la República. No faltó en esa oportunidad quien dijera que cómo era posible que en país con tantos hambrientos hubiera personas derrochando huevos que bien podrían servir para alimentar a miles de niños desnutridos.
El asunto es que nos estamos volviendo un país sin sentido del humor, aburridísimo y trascendental. No hay espacio para la parodia política, tanto que hasta la quieren censurar. No hay lugar para el “mamagallismo”, tan propio de los hombres y mujeres del Caribe. Si no somos capaces de burlarnos de nosotros mismos, todos vamos a terminar rumiando amarguras y con el ceño fruncido.
Si un grupo de personas decide lanzarles tomates a unas vallas donde aparecen los rostros del Procurador Alejandro Ordóñez y el senador Barreras, pues que les lancen tomates hasta que se cansen. O hasta que se les acaben los tomates. ¿Cuál es el pecado? Estoy seguro de que tanto el Procurador como el Presidente del Senado prefieren los tomates a un puño. Que se desahoguen los jóvenes -y los viejos también, por supuesto- lanzándoles tomates a quienes consideran unos funcionarios insoportables y aburridos.
Al ver tanto corrupto suelto por las calles uno se pregunta si no es hora ya de que, por lo menos, les permitan a los “indignados” arrojarles tomates a quienes ellos consideran los culpables de sus males.
Es más, propongo que en las plazas públicas del país se exhiban dummies de tamaño natural de los personajes menos queridos para que todos los que quieran se peguen una pasadita por la plaza con una bolsa de tomates y desahoguen su furia tirándoselos a las inanes figuras.
El ejercicio cumpliría tres funciones muy importantes: por una parte serviría para que los indignados desahogaran su furia, por otra permitiría enviarles un mensaje contundente a aquellas personas que no están siendo apreciadas por la comunidad y por el otro –no menos importante- contribuiría a la venta de tomates en todo el país. Y a juzgar por el número de funcionarios públicos mal queridos de Colombia, no descartaría que a la vuelta de unos años tuviéramos que cubrir desde los medios de comunicación, y a falta de café, la bonanza de tomates.
Por Óscar Montes
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