Confieso que la oportuna entrevista de Jorge Cura a Campo Elías Terán, en la que anunciaba su regreso a la Alcaldía de Cartagena, me produjo sentimientos encontrados. Por un lado me reconforta que esté ganando la batalla por la vida, después del tortuoso camino que ha tenido que recorrer en los últimos meses y que lo obligó, entre otras cosas, a pedir una licencia para poder tratarse su mal en Bogotá.
Pero, por otra parte, me causó un gran pesar escuchar a una persona con tanta sensibilidad social hablar de “mis ciento sesenta y tres mil votos”, como si en efecto se tratara de una cauda electoral que le pertenece, como quien habla de “mis cuatrocientas vacas” o “mis doscientos novillos”, que es como se expresan quienes han hecho de la política un modo de vida y un lucrativo negocio, que no es el caso de Campo Elías. Tengo del Alcalde de Cartagena una impresión diferente, sobre todo porque conozco su trayectoria como hombre de radio y persona comprometida con la suerte de los más necesitados.
La tragedia nacional, en lo que tiene que ver con las relaciones entre electores y elegidos, es que se da en términos de subordinación, en las que unos caciques hablan y toman decisiones a nombre de un grupo de personas cuya opinión es ignorada por completo. Esa es la razón por la cual Campo Elías habla de “mis ciento sesenta y tres mil votos”, como si se tratara de un cheque endosable o de un bien inmueble que se puede vender o comprar al mejor postor.
Pero, además, por momentos tuve la impresión de estar escuchando a una persona embriagada de poder, pese a su delicado estado de salud, que lo obliga a chequeos periódicos para monitorear el avance de su enfermedad. Campo Elías se aferra al poder como un náufrago a su tabla de salvación.
El temor que muestra no es a una enfermedad letal que poco a poco ha ido minando su resistencia física, hasta el punto de haberlo doblegado durante varios meses, sino a perder el poder que le brinda estar al frente de la administración de Cartagena.
En una actitud retadora, Campo Elías habla de su futuro político y personal como si se tratara de hechos cumplidos y no de simples probabilidades, como nos ocurre a todos los mortales cuya vida no está en nuestras manos. “El pueblo pide que regrese y voy a regresar”, dice con una buena dosis de prepotencia. Por momentos me pareció estar escuchando a Hugo Chávez Frías, cuando desde Miraflores vociferaba que gobernaría hasta el 2019 “o más”. Eso suele ocurrir con quienes se creen poderosos. Retan a todos, incluso al destino.
Pero ocurre que en el caso de Chávez el destino –o mejor, el cáncer que lo aqueja– cambió dramáticamente sus planes y hoy lo tiene confinado a una cama en un hospital de La Habana. Atrás quedaron sus arengas, su prepotencia y su altivez de reyezuelo.
Es doloroso reconocerlo, pero en las actuales circunstancias de nada sirven a Campo Elías sus “ciento sesenta y tres mil votos”. Son completamente inútiles. Los votos, pocos o muchos, no sirven para gobernar. Sirven, sí, para elegir a los gobernantes, quien, una vez elegido, debe gobernar para todos y no solo para quienes votaron por él.
Los votos que enrostra Campo Elías a quienes cuestionan su gestión como Alcalde de Cartagena no sirven tampoco para paliar sus dolencias físicas. Mucho menos evitan que los organismos de control vigilen su actuación como funcionario público, que lo obliga a cumplir con una serie de requisitos y deberes. De hecho, sobre el propio Campo Elías pesa una sanción del Ministerio del Interior ordenada el año pasado por la Contraloría General, asunto que es objeto de controversia jurídica entre el Gobierno y el mandatario cartagenero.
Ojalá que el retorno de Campo Elías a la vida pública le permita reflexionar sobre lo efímero que resulta el poder y el grave error que cometen quienes pretenden aferrarse a él, tanto es así que para muchas personas es mucho más grave perderlo después de haberlo tenido, que no haberlo tenido jamás. Que bueno sería que Campo Elías entendiera que el poder no es lo más importante y que hay otras cosas, entre ellas la salud, que bien vale la pena cuidar.
Por Óscar Montes
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