Por: Andrés Felipe Castañeda.–
Por algún capricho del destino, nací en este territorio geográfico conocido como Colombia. Soy colombiano, eso dice mi cédula. También dice que soy un número, y que por medio de ese número, el gobierno puede, de alguna manera –o muchas-, identificarme y controlarme.
Cuando me atrevo a mirar a mi alrededor, puedo leer en lo que me rodea algo que va más allá de las riquezas de esta tierra. Riqueza que está en manos de unos pocos, mientras los demás trabajan –los que aún tienen empleo- para que ellos no pierdan esa riqueza a la que tienen derecho, que han heredado y que el día de mañana heredarán a sus hijos, junto con el derecho a dirigir el destino del país, con el fin de perpetuar sus intereses.
Escuchar hablar a un colombiano promedio, es escuchar a la mayoría de la población. Los colombianos no son de derecha, como algunos se atreven a afirmar. Los colombianos militan en la ultra-derecha.
Colombia nunca dejó de ser un país inmundamente godo, ciegamente Católico, Apostólico y Romano. Además de un país mentiroso, un país que ama las mentiras y que además la siente como necesarias.
Esto hace que en Colombia, la verdad sea peligrosa, temida, perseguida, y que se cuestione a quienes se atreven a decirla, porque muy pocas personas quieren escucharla, y de esas personas se encargan nuestros verdugos. Las demás, aceptan una única verdad, que aunque es mentira, resulta más cómoda que la realidad. En este país, la verdad es un crimen, un crimen que se paga con persecución, cárcel, o en muchos casos, con la muerte.
Puede verse en esta tierra mucho más que la biodiversidad y los hermosos paisajes que el gobierno ha sabido, hábilmente, utilizar a su favor. Todo el que habla, todo el que denuncia, es terrorista, porque el gobierno así lo dice. Todo el que intenta que recordemos, es resentido y aliado de la guerrilla, porque el gobierno así lo dice.
Prueba de ello, es la detención arbitraria en contra de un camarógrafo del programa Contravía del periodista Holman Morris, acusado tantas veces de ser aliado de las Farc, llevada a cabo la semana pasada, mientras caminaba por las calles de Bogotá.
Surge como una amenaza, casi como un insulto a nuestra inteligencia, la petición del presidente Santos en los días anteriores a los ciudadanos y organizaciones de no intervenir en temas de paz. Sucede que para nuestros dirigentes, no somos otra cosa que la multitud que los elige y le entrega su libertad y soberanía cada 4 años. Estas palabras son características de un mandatario fascista, de un cirquero maquiavélico que quiere mantener a la población al margen de las actuaciones de su gobierno.
Todo esto ocurre porque la verdad es una amenaza y porque la mentira es atractiva y deseable, todo pasa de esta manera porque decir la verdad, y trabajar para construir una sociedad más educada e inteligente es castigado por diversos agentes que obedecen siempre a los mismos intereses.
Es lo que la historia del país del Sangrado Corazón sentenció en los casos de Luis Fernando Vélez, Gabriel Jaime Santamaría y Hector Abad Gómez, solo por mencionar algunos, todos ellos miembros del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de Antioquia, asesinados en 1987. Ellos eran hombres buenos, que se atrevieron no solo a denunciar, sino también a proponer alternativas para construir un país mejor. Cabe también recordar el conocido caso del periodista y humorista Jaime garzón, asesinado el 13 de agosto de 1999.
Colombia es un país sin memoria, y esta es solo una de nuestras verdades. Los criminales están por todas partes, infiltrados en todas las ramas del poder y se acusan entre ellos, mientras nosotros somos sus espectadores.