@LEYDELMOINTES
La Policía Nacional es una institución más que centenaria. En sus casi 130 años de existencia ha tenido momentos de gloria y muchos de franca crisis, pero ninguno tan preocupante y grave como el actual. El 9 de abril de 1948 la mayoría de los integrantes de la institución eran gaitanistas y por eso una gran cantidad de agentes e incluso de oficiales apoyaron la insurrección popular, que generó el vil asesinato del caudillo liberal.
En los años que siguieron la Policía Nacional pasó por uno de sus momentos más críticos por cuenta de su politización absoluta como ariete y punta de lanza de un partido político. La tristemente célebre «policía chulavita», adscrita entonces al Ministerio de Gobierno, es de lo peor que le ha pasado a la Policía Nacional en su existencia.
No obstante, desde la creación del Frente Nacional –que puso fin al llamado periodo de La Violencia partidista– la Policía ha venido en un proceso de transformación en la búsqueda de una mayor independencia de los partidos políticos. El país entendió que «politizar» a la Policía es un gravísimo error. Para ello fue fundamental la adscripción de la Policía al Ministerio de Defensa y la profesionalización de sus cuerpos de oficiales, suboficiales y agentes.
Años después a la Policía Nacional le tocó afrontar la lucha contra el narcotráfico. En el cumplimiento de esta misión ha entregado la vida de algunos de sus mejores hombres, entre altos oficiales, como el capitán Luis Alfredo Macana y los coroneles Waldemar Franklin Quintero y Jaime Ramírez. Lo mismo ocurrió con los cientos de agentes asesinados en Medellín por orden de Pablo Escobar, quien le puso precio a sus cabezas por el solo hecho de pertenecer a la Institución.
También hay historias de altos oficiales que cayeron en el deshonor de haberse vendido, entre ellos uno que llegó a ser Director General de la Institución, quien fue condenado por enriquecimiento ilícito. El general retirado Miguel Maza Márquez pasó de ser héroe en la guerra contra el cártel de Medellín a ser señalado de favorecer el horrendo asesinato de Luis Carlos Galán.
Pero ninguna crisis de la Policía en su larga historia se parece a la actual porque hoy presenciamos algo que para la salud de nuestra democracia resulta muy grave y peligroso: la absoluta fractura de miembros de la Institución con la mayoría del tejido social y -sobre todo- con los jóvenes, que cada día les cree menos a sus integrantes y les tiene menos confianza. Y sin credibilidad y sin confianza en un sector tan importante para la sociedad, como son los jóvenes, es muy difícil superar la grave situación que atraviesa la Institución.
Pero una situación similar se vive en las regiones apartadas del país, donde es la Institución la que lleva el peso de la tarea de pelear contra los cultivos ilícitos, que para muchos campesinos representan su única forma de sobrevivir. Mientras los gobiernos de turno envían a nuestros policías a «enfrentar» a campesinos que viven de los cultivos ilícitos, porque el Estado no les ofrece ninguna garantía para sobrevivir, la Institución sufre el desgaste que significa reprimir a jóvenes, hombres y mujeres en las zonas apartadas de los centros urbanos. Esa es la realidad.
El mal momento que atraviesa la Institución ha llevado una vez más a plantear la necesidad de reformar no sólo la Policía Nacional como Institución, sino a los policías que la conforman como servidores públicos. ¿Cómo debe ser dicha reforma y cuáles sus verdaderos alcances?

Lo que está sucediendo hoy en las calles de las principales ciudades del país, entre ellas Bogotá, Cali y Barranquilla, es extremadamente grave para el país, no sólo en el momento presente, sino para el futuro. Colombia sobrevivirá a la crisis actual, como ha sobrevivido a muchas otras, entre ellas la de los 80 cuando los carteles de la droga le declararon la guerra al Estado y ese Estado con toda su precariedad, terminó derrotándolos. Colombia siempre sale adelante. En eso no se pueden equivocar quienes pretenden hoy sembrar el caos, la desesperanza y la frustración colectiva. Pero tampoco se acabará la Democracia, que es la que tenemos que defender todos los colombianos.
En estas condiciones todos los dirigentes -independientemente de la orilla ideológica o política a la que pertenezcan- para gobernar y para mantener la cohesión social, necesitan con urgencia cerrar la brecha que se ha venido abriendo entre los jóvenes del país y la Policía Nacional. Es necesario que ellos recuperen la credibilidad y la confianza que han perdido en la Institución. Lo paradójico es que quienes hoy se enfrentan en las calles de las principales ciudades del país no tienen empatía mutua. Y eso es muy grave, puesto que unos y otros pertenecen al mismo estrato social y casi que provienen de los mismos barrios.
Desde aquellos que cantan el ofensivo «hay que estudiar, hay que estudiar. El que no estudia es Policía Nacional…»; hasta los que les disparan balas de goma directo a los ojos. Hay un odio mutuo que hay que resolver. Y la solución debe venir desde la institucionalidad, porque es desde el poder que se ejercen los abusos y es desde ahí donde debe controlarse.
¿Qué hacer? Para empezar, la Policía debe revisar sus procedimientos. Una Policía que tiene un comportamiento contra los jóvenes en los barrios populares y otro diametralmente opuesto en los barrios altos, no puede esperar que en los desmanes no se desfogue el odio. Punto.
No podemos seguir pensando que todo se trata de hechos aislados. Ese es el camino perfecto para seguir ahondando la grave crisis de la Policía. En Bogotá -por ejemplo- siguen sin resolverse los homicidios de jóvenes después del asesinato de Javier Ordóñez, así como la violencia ejercida por algunos agentes contra jóvenes luego del asesinato del grafitero Diego Felipe Becerra, que comprometió casi toda la cadena de mando en el encubrimiento del hecho. O tantos otros, como el de Dilan Cruz. O los más recientes de estas marchas, como el de Marcelo Agredo en Cali, Brayan Niño en Madrid, Cundinamarca, o el de Santiago Murillo en Ibagué. Es decir, es un asunto mucho más grave y delicado que referirse a ellos como casos aislados o «manzanas podridas».
Pero el odio mutuo también ha llevado a que miembros de la Policía hayan sido víctimas de abusos y ataques aleves, como el de carácter sexual denunciado por una patrullera en Cali o el asesinato del también patrullero Juan Sebastián Briñez, de tan solo 22 años, también ocurrido en Cali. No se trata de justificar unos hechos y de condenar otros.
La solución de la crisis de la Policía pasa por todos los tejidos de la sociedad. La solución no está –como pretenden atizadores de ambas orillas ideológicas– en la aplicación de la tristemente célebre Ley del Talión, que se fundamenta en el cruel principio de ojo por ojo y diente por diente. Nada más absurdo que explorar esa fórmula macabra como posible salida.

¿Dónde está el problema y dónde la solución? La salida no es única. Tiene un poco de todo. A la Policía Nacional, como a buena parte del Estado colombiano, el proceso de negociación con las FARC la sorprendió. La Institución no fue capaz de dar el paso «institucional» de pasar de ser una fuerza contraguerrillera o antinarcóticos a concentrarse en las tareas que por mandato constitucional le corresponden, como es el caso de la llamada Seguridad Ciudadana.
Ese tránsito requiere un cambio de mentalidad y de propósitos. Era obvio -estaba advertido por todos- que la desaparición de las FARC acrecentaría la protesta social. Al liquidarse las FARC, la protesta social y las calles ganaron legitimidad. Y en un país con tanta desigualdad y tan inequitativo como Colombia razones para protestar nunca faltarán. Es un hecho inobjetable que el Estado colombiano no supo responder a ese reto. Y aunque se trata de la ineficacia del Estado colombiano, también hay que decir que el discurso empleado por el gobierno actual de señalar a los manifestantes de estar infiltrados por el ELN, por el “castrochavismo”, por las disidencias, por Venezuela, por Cuba y hasta por Rusia, tampoco ayuda a encontrar soluciones efectivas y concretas a la crisis social que atraviesa el país. Los jóvenes especialmente necesitan más respuestas que señalamientos.
Ese discurso, escuchado con atención por integrantes del ESMAD -acosados por piedras o asustados por la turba enardecida que vocifera contra ellos- cala fuerte en quienes se sienten autorizados a disparar armas de fuego o su arma no letal de manera irreglamentaria. Por eso es tan delicado el uso del lenguaje en medio del conflicto. Una palabra descalificadora contra quien está del otro lado de la mesa tiene un efecto demoledor en el desarrollo de una negociación o de una simple conversación.

Todo lo que se dice desde las posiciones de poder es todo, menos intrascendente. Pero también es muy trascendente lo que no se dice, cuando hay que decirlo. Callar cuando se debe denunciar es muy grave, cuando se está en posiciones de poder. Las funciones de la Policía deberían concentrarse en las tareas de Seguridad Ciudadana. Su función debe estar fundamentalmente orientada a fomentar la convivencia y la armonía social, desde una visión de servicio más que de represión. Los oficiales, suboficiales y agentes deben entender que quienes están en las calles protestando no son enemigos a los que hay que dar de baja o contra quienes hay que usar la fuerza letal.
Obvio que los actos vandálicos que atentan contra bienes públicos o contra la integridad de las personas deben ser repelidos con contundencia. ¿Quién le inculcó a nuestros agentes que tienen derecho a golpear a un detenido? El uso de la fuerza debe ser el suficiente para reducir al infractor. Pero logrado ese propósito, desde ese momento cualquier agresión es un abuso que está penado por la Ley. Pero además es urgente acabar con los focos de corrupción que existen dentro de la Institución y que son conocidos por los propios uniformados. Ellos saben quiénes están al servicio de la delincuencia o de los criminales.
En lugar de apartar o señalar a quienes denuncian a los corruptos deberían escucharlos con atención. Hay mucho que hacer. De manera que es necesario para la sobrevivencia de la Democracia, recuperar la imagen, legalidad y legitimidad de los llamados procedimientos policiales. Para ello es necesario recuperar el carácter civil de la Policía Nacional. A Colombia le sirve una Policía fortalecida que obra con transparencia y bajo el amparo de la legitimidad.