LA LEY DEL ‘MONTES’ | ¡Llegaron los bárbaros!

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Por: Oscar Montes

@LeydelMontes

Seguidores de Álvaro Uribe y Gustavo Petro convirtieron las redes sociales en el más cruel y despiadado campo de batalla.

La intolerancia política está llegando a niveles preocupantes. Tanto es así que ya empiezan a escucharse voces que hacen un llamado a la reflexión para tratar de bajarle el tono al lenguaje incendiario que se tomó no solo al Congreso de la República, sino también a las redes sociales. Hay quienes, inclusive, ante la delicada situación, temen un desenlace con consecuencias fatales. De ese tamaño es la magnitud de la situación.

Es por ello que ante la sucesión de ataques –cada día más frecuentes y agresivos– se hace necesario hacer un llamado a desescalar el lenguaje, tanto en los términos como en el tono empleado por las partes. Nadie se salva, pues el propósito parece ser el de aniquilar a los adversarios o contradictores políticos. Cada día que pasa el número de gritos, improperios y ofensas aumenta de decibeles y a este ritmo frenético el debate público se degrada hasta llegar al lodazal en el que se encuentra y del que será muy difícil sacarlo. Es evidente que la controversia política perdió altura y hoy es mucho más rastrera que hace algunos años.

El episodio más reciente del bacanal de descalificaciones mutuas ocurrió el martes de la semana pasada cuando en un debate realizado en el Senado de la República sobre los alcances de la Jurisdicción Especial de Paz (JEP), los senadores Álvaro Uribe y Gustavo Petro sostuvieron una acalorada discusión que concluyó con el expresidente del Centro Democrático gritándole al excandidato presidencial de Colombia Humana: “¡Sicario, sicario, sicario!”. Esa fue la destemplada respuesta de Uribe ante los señalamientos de Petro en su contra, como presunto promotor y defensor de los grupos paramilitares del país.

De inmediato las redes sociales –grandes responsables de la alteración del ánimo colectivo y de la crispación nacional– fueron inundadas con mensajes de todo tipo de seguidores y contradictores de Uribe y de Petro, quienes no desaprovecharon la ocasión para desahogar su rabia y hasta su odio. Curiosamente, muy pocos mensajes –casi que ninguno– abogó por buscar un entendimiento o hizo un llamado a la cordura. Todo lo contrario: todos se encargaron de atizar el fuego. Cada insulto fue respondido con uno de peor calibre.

Cada bando creó su propia etiqueta para vapulear a su enemigo político. Los de Uribe pusieron a rodar el de #PetroSicarioMoral y los de Petro el de #UribeSicario Moral. Las réplicas de cada mensaje injurioso se cuentan por miles. Es decir, a la intolerancia de los líderes políticos se suma ahora la horda de seguidores dispuestos a hacerse matar por defender y promover las ideas de sus jefes políticos. La situación es, pues, tan crítica como preocupante. ¿Qué hacer ante la intolerancia política generalizada?

Todos somos culpables, nadie se salva

Los líderes políticos están llamados a ser responsables en todo lo que afirman. El número de seguidores que tienen en las redes sociales –que se cuentan por millones– los obliga a moderar el lenguaje, pues cada una de sus palabras será de inmediato replicada y multiplicada de forma exponencial. Llamar “guerrillero” o “sicario moral” a alguien que abandonó las armas y le apostó a las reglas del sistema democrático es sin duda una gran irresponsabilidad. ¿O es que acaso, quienes así proceden, tienen pruebas de que quien es objeto de sus ataques ha seguido delinquiendo? Pero es también irresponsable señalar a alguien de “paramilitar” o de fomentar el paramilitarismo sin ningún tipo de pruebas. ¿Las tienen? Si las tienen, ¿por qué no las aportan? Tanto Álvaro Uribe como Gustavo Petro están obligados a ser responsables en todas y cada una de sus aseveraciones en contra de su principal contradictor político. Ellos están llamados a dar ejemplo. Mientras no lo hagan sus seguidores creerán que tienen patente de corso para emprenderla de forma despiadada contra sus adversarios.

Redes sociales, una aceitada máquina de insultos

Ni Álvaro Uribe ni Gustavo Petro necesitan dar órdenes. Un solo trino que escriban en Twitter es suficiente para poner a andar de inmediato en redes sociales una implacable máquina de insultos, que solo ellos pueden parar. Nadie más. Punto. Cada palabra que escriben es interpretada por sus millones de seguidores como una orden perentoria. La mayoría de ellos hace rato dejaron de ser seguidores para convertirse en fanáticos. Uribe y Petro, más que líderes, pasaron a ser una especie de salvadores del país. Mesías de los tiempos que corren. De manera que tanto Uribe como Petro son los llamados a bajarle los decibeles a la confrontación. Así como le meten candela con cada palabra que escriben o dicen, también podrían perfectamente utilizar el extintor para apagar el fuego. Moderar el lenguaje es lo mínimo que podrían hacer, si de verdad quieren la reconciliación y el entendimiento entre los colombianos.

La intolerancia no es muestra de madurez política

En democracias precarias como la nuestra creer que la intolerancia política es una muestra de madurez es un error. Estamos en Cundinamarca no en Dinamarca. Aquí los conflictos políticos se resuelven a bala y con sangre. Que lo digan los familiares de las decenas de candidatos asesinados a lo largo y ancho del país. O de los líderes sociales que todos los días asesinan quienes se consideran sus enemigos. Señalar a un contradictor político de “paramilitar” o de “guerrillero” –sin tener ningún tipo de pruebas en su contra– podría tener consecuencias fatales en un país que ha padecido como pocos en el mundo la arremetida despiadada y criminal de paramilitares y guerrilleros. En las democracias modernas los debates se libran con argumentos y plenas garantías para las partes. En ellas la intolerancia política no es un problema, pues existen reglas de juego que son acatadas por los contendientes. Colombia no es una democracia moderna y está lejos de serlo. ¿Un ejemplo? Mientras en todas las democracias europeas existe desde hace décadas un Estatuto de la Oposición, que garantiza el derecho de réplica ante afirmaciones del presidente de la República, aquí apenas estrenamos la figura hace unos pocos meses. Algo tan elemental, propio de todo sistema democrático, es todavía una figura exótica en nuestra “democracia”.

Nadie confía en nadie, nadie cree en nadie

Hace algún tiempo la gran mayoría de los colombianos creía en la Justicia. Los fallos de las altas cortes eran acatados sin musitar palabra. La sentencia del juez se cumplía. Su figura era admirada y respetada. Eso no ocurre en la Colombia de hoy.

En la Colombia de hoy se develó la existencia de un grupo de magistrados que cobraban miles de millones de pesos por condenar a inocentes y absolver culpables. Lo llaman “el cartel de la toga”.

En la Colombia de hoy la sal se corrompió. La Iglesia Católica también perdió credibilidad. Y los medios de comunicación y la Policía y los empresarios también tienen el prestigio por el piso. Difícil encontrar una institución que tenga credibilidad y prestigio hoy en Colombia. Lo que existe es una desconfianza generalizada, que nos lleva a no creer en nada ni en nadie. Recuperar la confianza perdida les llevará décadas a dichas instituciones.

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