Otero o “La Mama Grande” del Senado – Perfil –

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Su oficina es la más grande de todo el Congreso, incluida la Presidencia, y solo se accede a él luego de superar dos anillos de asesores. Su celular no está disponible para todos los 102 senadores que lo eligieron, sino escasamente para un puñado de menos de diez. Su carro de dotación oficial siempre es último modelo y lo mantiene parqueado sobre la carrera 7 al mejor estilo de la mayoría de los senadores que evitan caminar por el túnel que lleva a los sótanos.

Muy lejos han quedado en la vida de Emilio Otero los años de provinciano recién llegado de Sahagún, de la mano del influyente congresista liberal José Ramón Elías Náder (“Jochelías”), barón electoral de Córdoba, que, como muchos otros, trajo a Bogotá a jóvenes pobres de sus regiones para que estudiaran con becas de los auxilios parlamentarios. Muchos de ellos se volvieron políticos y terminaron quedándose con los votos de sus jefes. Otero entendió que es más fácil ser secretario y da más poder.

Pero él era, y sigue siendo, ambicioso. Y entonces quiso ser abogado, pero no en La Libre a donde iban los liberales, pobres, sino al Externado, donde iban los liberales ricos. Un amigo de esa época lo recuerda como un estudiante más, parrandero y buscapleitos. De ahí desertó y pasó a la Libre, donde hace apenas pocos años se graduó.

En 2002 logró hacerse elegir por primera vez y desde entonces ha repetido, sin obstáculos, cada dos años. Como la todopoderosa Mama Grande –del cuento de Gabo–, que era dueña hasta del sueño y la risa del pueblo, Otero pasó a controlar los salones del Senado, los carros de los legisladores, los permisos para la movilización de vehículos, los contratos de pasajes aéreos, la gaceta del Senado, los arreglos del salón de plenarias, las credenciales de los lobistas, el orden del día de las plenarias, los permisos para asistir a la instalación de las sesiones cada 20 de julio, el control de asistencia, el ingreso de personas ajenas al recinto del Senado, etc. Por su oficina pasan ministros a radicar proyectos, pero él se da el lujo de no recibirlos a todos porque pasa la mayoría de los días de la semana criando caballos en sus fincas.  Por eso, además, firma documentos a distancia: sus asesores le manejan la firma electrónica cada vez que es necesario rubricar un documento.

Hay quienes se ríen de sus gustos exagerados, de nuevo rico. Vestidos de marca y corbatas de seda que lo hacen confundir  con un senador, por ejemplo. O las fiestas con parranda vallenata en el Club Libanés cada vez que lo reeligen. Allí el trago caro y la comida árabe no tienen límites. Siente que tomarse una foto junto a uno de sus caballos brindando con una copa de vino le da estatus y sin sonrojarse la socializa por el black berry a sus amigos. Pero hay quienes también le huyen, por tratarse de una persona de mal carácter y malos tragos que no tiene el menor recato en desafiar al puñetazo limpio, como lo ha hecho en más de una ocasión con  sus subalternos que le acolitan el gusto por el whisky fino. En el externado fue célebre un desafío que le hizo a un compañero de especialización que se burló de él en una clase. La invitación fue con tirada de saco al suelo.

Por todo esto es hombre temido, odiado y envidiado. La ceguera por el poder lo hizo cometer el pecado más grave en sus 53 años de vida: buscar que penalmente lo juzgaran como un congresista –todo un exceso–, con fuero especial, como quedó en los extravagantes artículos que hundieron la reforma a la Justicia. Esos lo tienen hoy contra las cuerdas, pero aun así busca que lo reelijan.


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