Cuando estuve enamorado de María Eugenia Dávila

Compartir:

Captura de pantalla 2015-05-10 a las 8.11.44 p.m.Por: Ricardo Rondón Ch.

http://laplumalaherida.blogspot.com/

 

BOGOTA, 10 de Mayo_ RAM_ Mis primeras revelaciones íntimas de María Eugenia Dávila datan de finales de los 70 y principios de los 80, cuando salía presurosa y con gafas negras de los estudios Gravi, en la avenida 19 con carrera 5°, en Bogotá.

A menudo la veía caminar por ese sector otrora de delicias gastronómicas, cafecitos de intelectuales y tabernas, como la München o la Bávara, que en temporadas estivales ofrecían a universitarios y enamorados promociones de combos de cerveza del barril, hamburguesas doble piso y crispetas de matiné.

María Eugenia lucía por lo general, incluso en tardes soleadas, maxifalda de paño escocés con botas de tacón corrido (o cubano que llamaban), sobretodos de piel con largas bufandas retorcidas en el cuello, gorros y guantes de lana que le daban una apariencia, no de la célebre y virtuosa actriz que hoy luctuosos añoramos, sino de una vedette parisina de pasos perdidos en Saint-Germain-des-Prés o Montparnasse.

Se desplazaba rígida y seria, marcando un andar casi marcial que reflejaba su personalidad férrea, un carácter afilado con barbera, y una mirada de hielo, impactante y escrutadora, que se hizo habitual en la mayoría de roles que desarrolló en el teatro, el cine y la televisión.

Armada con su cartapacio de libretos de un número considerable de novelas, unitarios, dramatizados, en ese entonces los de Hato Canaguay -que protagonizó con Camilo Medina, Ronald Ayazo y Jaime Saldarriaga-, la veía a hurtadillas tras la vidriera del Coffee-Shop, refugio amañado de artistas, tomando un expreso y aspirando con ansiedad un Camel o un Lucky Strike con pitillera que desguazaba en coronillas, señales fúnebres de la muerte de la tarde.

Por esa época yo vivía enamorado en silencio de María Eugenia Dávila, en la edad triste de las primeras ruinas, que es cuando, aprisionado en las veleidades de la juventud, soñábamos pernoctar en una mansarda propia del exquisito Park Way de la Soledad, después de tomar té helado con chicas primorosas en el Yanuba de Quinta Camacho, y dejarlas a cada una en los umbrales de sus casas en el ‘escarabajo’ de moda con la mítica foto de los Beatles cruzando la cebra de Abbey Road.

Pero eran solo ilusiones que se esfumaban como las coronillas de los Lucky Strike de María Eugenia. Igual me daban celos rancios de Otelo cuando la observaba rodeada de sus compañeros de trabajo en pantalla, de los más frecuentes, los dos primeros fallecidos, Jorge Emilio Salazar y Diego Álvarez, y Luis Fernando Montoya, su ‘parcero’ de la última etapa, cuando ella decidió protagonizar su lúgubre novela, la de su propia existencia, con un libreto dictado desde las profundidades del averno por el mismo Charles Bukowski.

Amar en secreto a una mujer de la raza y el talento de la entonces señorita Dávila, primera figura de los dramatizados en Colombia, era un asunto de coraje que yo me tomé a pecho.

Además de no perderme sus telenovelas en el televisor en blanco y negro comprado en un remate de las bodegas de Philips, que era mi único lujo en el hostal de La Candelaria donde vivía, cuántas veces me inscribí en la agencia de extras de RTI, ansioso de tenerla más próxima, de embriagarme con sus exóticas fragancias, de rozar por segundos mi traje Valher de segundazo con su miriñaque de Manuelita Sáenz.

Nunca me llamó el ‘señor Porritas’, como se conocía al coordinador de extras de la programadora. Como premio de consolación, me enviaban con una ficha al relleno de graderías en las grabaciones de Sábados felices, los martes y los jueves, con Alfonso Lizarazo y el mejor elenco del programa en toda su historia, liderado por Humberto Martínez Salcedo, el recordado maestro Salustiano Tapias, padre del -lo que se hereda no se hurta- risible súperministro que hoy tenemos.

Así pasaron años raudos de enamoramientos ficticios y descalabros económicos, lelo frente al televisor con los personajes que con maestría interpretaba mi María Eugenia del alma. Tengo aun fijas en la retina a la implacable matrona de Hato Canaguay, a Chavela Rosales de Pero sigo siendo el rey, a Marciana Barona, de El bazar de los idiotas, a Rosa Molina de Quieta Margarita, a Flor Contreras de Castigo Divino, a la terrible María Consuelo de Señora Isabel (un homenaje de Bernardo Romero Pereiro a la portentosa actriz en instantes difíciles de su vida personal por los que atravesaba), de un ambicioso catálogo que le dio brillo a la mejor época de la televisión; sin descontar sus extraordinarios roles en teatro, La Casa de Bernarda Alba, Yerma, A puerta cerrada, o sus apariciones estelares en cine: Esposos en vacaciones, y las inolvidables Tiempo de morir, María Cano y Bolívar soy yo.

Premios a granel como el Nemqueteba de oro, el Antena de la consagración, el Simón Bolívar, el India Catalina, entre otros reconocimientos, rotularon a la Dávila como la primera figura actoral de Colombia, la más aplaudida y celebrada, pero para desdicha propia, la más comentada de las revistas de cotilleo por sus primeros escarceos con la botella y otros vicios innombrables.

En ese capítulo de su descenso por las empinadas escalinatas de la fama y el estrellato que ella construyó a pundonor, yo me desempeñaba como editor de entretenimiento del antiguo diario El Espacio, y hacía mucho tiempo que había descartado esa anhelada postal que abrigué por años, la de compartir un capuccino con ella en el Coffee-Shop de la 19 para tomar su delicada mano y expresarle cuánto me gustaba y la admiraba, perplejo ante los relámpagos incendiarios de su mirada, y su boca de rubí.

Fue a principios de 2000, en la arteria ciega de la carrera 2° con calle 65, donde funcionaba la Casa del Artista, morada que con grandes esfuerzos sostuvo María Eugenia Penagos como refugio para sus colegas desvalidos y caídos en desgracia, que tuve la oportunidad de ver a María Eugenia, frente a frente, a solo una cuarta de distancia.

Ocupaba un cuarto con Inés García, la imparable activista de teatro de los años 60. Ambas derruidas, más por la amnesia y el abandono del Estado, que por el inexorable paso del tiempo.

Dávila fumaba, ya no el fino mentolado con pitillera de sus años dorados, sino un cigarrillo barato que escurría una larga ceniza de vidente. De entrada, con una voz ronca, me dijo que no quería entrevistas. Que si se rehusó a concederlas en su mejor etapa de actriz, menos ahora, apocada y desolada. Que prefería dejar así. Nada de palabras, nada de fotos.

Entonces le recordé cuando me quedaba absorto en mis pesquisas de enamorado solitario, siguiéndola a escasos metros desde la salida de los estudios Gravi, ella embutida en sus abrigos de noche, con sus gafas oscuras y el arrume de libretos en un folder, paso acelerado, directo al Coffee-Shop.

-Yo estuve muy enamorado de usted, María Eugenia, le expresé serio y franco, como si en realidad le estuviera cobrando una antigua deuda sentimental de novio desaprobado. Y le enumeré en detalle, una a uno, los personajes de la sarta de historias y dramas que veía en solitario, en el televisor en blanco y negro de un cuartito milonguero y desamparado como el que ella ahora habitaba.

-¡¿Usted estuvo enamorado de mí…?!, aludió con una sonrisa burlona, y repitió la pregunta tres veces, con más socarronería, hasta explotar en una estridente carcajada, en un delirio incontrolable, atragantada con la risotada y el humo de su pucho barato. Inés corrió a auxiliarla y a despojarla del chicote, y remarcó que esos ataques de histeria que desembocaban en un fuerte de dolor de pecho acompañado de asfixia, le daban con frecuencia, que por favor la disculpara.

Salí de la habitación mustio, entristecido, con esa desazón que produce asomarnos al acabóse de los grandes, de la gente que acuñamos como nuestra a pesar de la distancia, de aquellos amores imposibles que la imaginación transmuta y nos hace palpitar como reales en una región precisa e inevitable del músculo cardíaco.

A María Eugenia Dávila hay que recordarla desde la poderosa fuerza de su histrión y su virtud inagotables; de su memoria irrepetible, de su sello personal incomparable.

Vivió y se tragó la vida a su antojo. Y lo bueno o malo que haya hecho con su existencia, hace parte del libreto propio que ella se encargó de interpretar: un desgarrado e interminable monólogo con borrascas de Shakespeare y Bukowski, por los caminos pedregosos del infortunio, sin más complicidad que la de su propia sombra, hasta el final de sus días, en la misma fecha en la que nació hace 66 años, la madrugada del sábado 9 de mayo de 2015, como en la película que actuó bajo la dirección de Jorge Alí Triana: Tiempo de morir, hora del merecido descanso.

La función, para Dávila, ha terminado. Pero el eco del aplauso de todos quienes la amamos y admiramos, perdurará solemne en el transcurrir de los días, en este caro e ineluctable oficio de vivir, en la soledad del gran teatro que nos ha deparado el destino, para bien o para mal, entre la comedia y la tragedia.

Parafraseando a Margarite Yourcenar en el último párrafo de sus Memorias de Adriano, que María Eugenia Dávila ingrese triunfal a los resquicios de la eternidad, con sus hermosos ojos abiertos.

Compartir: