COLPRENSA- El mayor de la Policía, Julio Bautista, entró dando zancadas al burdel. La música dejó de sonar, la fiesta palideció y las luces de la barra se encendieron.
Eran las 11:30 de la noche, una hora en la que los clientes de Dolce Vita, así se llama la suntuosa discoteca que sobresale en la esquina de un centro comercial del sector El Laguito, escaseaban.
De hecho, ya no suelen llegar por estos días muchos visitantes a los prostíbulos de Cartagena: según testimonios de algunas acompañantes, cualquiera que se siente a pedir una cerveza es sospechoso de ser periodista o agente del Servicio Secreto de Estados Unidos, de aquellos que aún andan por ahí reconstruyendo esa noche del 12 de abril, en la que hombres de la seguridad del presidente Barack Obama llevaron damas de compañía al Hotel Caribe.
«Un gringo ayer estuvo grabándome a escondidas. Me quiso interrogar y yo le contesté con una grosería», dice una morena de más de 1,80 metros de estatura, que taconea parsimoniosa todas las noches por la Plazoleta de La Habana.
«Entienda el estrés de nosotras, todos estamos estresados, nos tienen injustamente en la mira y nuestro trabajo no es ilegal», dice otra mujer flaca, de ojos del color de la miel. Así de tensas están las cosas.
Con lista en mano, patrulleros y miembros de la Sijín (Policía Judicial) vestidos de civil, entraron a Dolce Vita y comenzaron a pedirle la cédula a cada una las chicas, a revisar sus antecedentes, a verificar datos por radio.
El centro comercial se minó de policías, de camionetas oficiales con vidrios polarizados. A los pocos caballeros que estaban presentes ni los voltearon a mirar.
Fue un operativo poco usual, se quejó el dueño del establecimiento, un italiano que amenazó varias veces con demandar.
«Están buscando a las mujeres que estuvieron involucradas en el escándalo con los norteamericanos y aquí no están. Esto es un perjuicio para nosotros y para las muchachas. Es un abuso», dijo.
Pasaron más de 20 minutos y a tres mujeres les ordenaron salir y subir a una patrulla. Un policía aseguró que se trataba de un procedimiento rutinario, y que solo indagaban por antecedentes penales.
Esto ocurrió el jueves 19 de abril. Al día siguiente un fotógrafo y un periodista de EL COLOMBIANO llegamos hasta la sede de la Policía Metropolitana de Cartagena, en el barrio Manga, con el ánimo de preguntar por el desenlace de este caso.
La jefe de prensa aseguró que el general Carlos Enrique Rodríguez había salido de la ciudad y que nadie estaba autorizado para entregar una respuesta.
La agencia del Servicio Secreto de los Estados Unidos tampoco estuvo al margen de las investigaciones.
Durante varios días seguidos, tres camionetas de placas consulares permanecieron estacionadas en el parqueadero del Hotel Caribe.
Hasta pasadas las 2:00 de la mañana y a través de la oscuridad de la noche, se veían entrar y salir hombres de los vehículos.
La «cacería» no acaba
Mientras en las páginas del New York Times y del Washington Post seguían apareciendo, a cuenta gotas, detalles de lo que ya se configuraba como una novela, los periodistas internacionales en Cartagena se peleaban codo a codo cualquier migaja de información.
Era como una cacería, no necesariamente de brujas. El afán de una reportera americana por acceder a una entrevista, dejó ver el delirio al que llegaron las cosas.
«Si puedes contactar al taxista que transportó a las chicas, dile que estamos interesados en darle 200 dólares para que hable», le dijo a su guía.
«Él ya no quiere hablar, no quiere decir nada, está asustado. Fui a buscarlo a la casa y me reconfirmó que prefiere quedarse callado», le contestó.
«No. Entonces, podemos darle 400 dólares o 500, ¿es mucho?», preguntó.
Al final, la declaración del conductor José Israel Peña perdió valor entre los extranjeros, pues él mismo decidió contarle la historia a todos los medios que se lo pidieran por igual.
Pero las ofertas económicas no dejaron de aparecer. Desde que el Daily News publicó las fotos de Dania Suárez, la mujer de 24 años que supuestamente tuvo el desacuerdo por el pago de sus servicios con un agente del Servicio Secreto aquel día en el hotel, su testimonio se volvió una obsesión.
La casa de esta chica, situada en la mitad de un callejón sin salida (de la calle 19 con carrera 14) del sector La Boquilla, se fue atestando de reporteros gráficos y periodistas.
Se arrastraban sobre el pedregal sin importar los raspones, asomaban el lente por entre las más diminutas hendijas, se movían, corrían ante cualquier movimiento exiguo. Se aguantaron el sol sobre la espalda.
Agustín Miranda, un vecino, no entendía lo que pasaba alrededor de la mujer a la que desde hace un año veía pasar, de la mano de su hijo, «con pinta de ejecutiva».
«En sí, a esta chica apenas la conocíamos de pasón. Es muy hermosa, muy linda. A veces sí me daban ganas de saludarla por lo bonita que era. Pero aquí estamos sorprendidos por lo que se está diciendo internacionalmente. Pero te digo algo, a ella no la juzgo, porque hasta donde vi era una persona decente».
Es lo mismo que dice doña Bety, la dueña de la casa donde vivía Dania. «En este barrio nadie puede decir que aquí esa muchacha vino algún día borracha, o con hombres, ella se comportaba como una dama».
¿Hace cuánto le arrendaste la casa?
«Un año. Y no tengo ni una quejita de su comportamiento. Siempre venía en taxi por su niño. Lo recogía para llevarlo al colegio o se lo llevaba para el cine. Era una mamá ejemplar. Ella no hizo contrato conmigo, sino que fue un joven antioqueño el que me contactó. Se terminó el contrato y ella no quiso renovarlo. Pero como se portaba bien y pagaba bien, nunca le decía nada».
Lo que evidentemente le molesta a doña Bety es ver los alrededores de su vivienda tupida de periodistas como si fueran hormigas sobre un terrón de azúcar.
«Todos los países del mundo entero están al frente de mi casa. Venir tanta gente a molestar. Me afecta porque yo no estoy acostumbrada a estas cosas. A mi casa la han puesto como un antro y yo no tengo que demostrar nada, eso está en la conciencia de cada uno».
Solo hasta el viernes pasado, cuando su inquilina mandó a recoger el trasteo en un taxi, el barrio comenzó a recobrar su estado de anonimato.
Pero la insistencia de la prensa no acabó. Durante un día, Marlon Betancourt de Arco, quien dice ser el abogado de Dania, fue tal vez uno de los hombres más buscados de Cartagena.
El jurista no paró de contestar el celular y su respuesta fue seca: que no daría declaraciones. Su asistente aseguró que ya estaban negociados los derechos de la historia con un canal de televisión norteamericano. El precio es toda una especulación.
Una periodista británica quiso interceder para obtener la exclusiva. «Pero nos dijeron que no. Algunos colegas ya están diciendo que el precio supera los 50 mil dólares. Ese es un precio muy alto para nosotros».
¿Ustedes cuánto iban a pagar por la entrevista?
«Estábamos dispuestos a dar 5 mil dólares. En un caso extremo, 10 mil (casi 18 millones de pesos)», contestó.
«Esa vaina es seria»
De a poco, los cartageneros fueron dejando salir su hastío por la bulla internacional, que hizo ver a Cartagena como destino para el turismo sexual.
El personero de la ciudad, William Matson, se despachó en torno a que el gran problema de Cartagena no son las prepago.
«El tema central no es ese, sino la inequidad. Y eso pasa en toda Latinoamérica. Pero aquí hay otra Cartagena, que es la pujante, y esa es la que no están viendo», opinó. En la misma dirección se pronunció Carlos Figueroa, jefe de prensa de la Alcaldía.
Hasta los mismos taxistas han perdido su arrojo para hablar del tema. «¿Nos puedes decir dónde podemos encontrar chicas? Tú sabes, es que queremos entrevistarlas», le preguntamos a Alberto Acevedo, un conductor moreno de ojos azules.
Su respuesta fue precedida de una carcajada de mucha picardía. «Yo te puedo decir dónde es el club, pero buscarte las chicas, eso no se puede. Esa vaina aquí ya es seria, compadre».