Análisis Ley del Montes: El pulso por la Justicia

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santos_y_cristoÓSCAR MONTES – @LEYDELMONTES

Con la escogencia de los nuevos magistrados de la Corte Constitucional y la designación del Gerente, el Gobierno Nacional, el Fiscal General y los congresistas miden fuerzas para tener mayor control sobre la Rama Judicial.

El Gobierno que preside Juan Manuel Santos se jugó parte de su capital político en la promoción, adelantamiento y emisión de un Acto Legislativo que bautizó con el pomposo nombre de “Equilibrio de Poderes y Reajuste Institucional”, que aunque fue presentado como una reforma a la Justicia terminó siendo una reforma política, en la que se introdujo de todo, como en botica.

Pero paradójicamente la reforma no adoptó ni una norma que contribuyera a la descongestión de fiscalías y juzgados del país, ni a la agilización de procesos y procedimientos, que son –sin duda alguna– los grandes y graves problemas que tiene hoy por hoy la administración de Justicia. Para decirlo en plata blanca: la tal reforma solo sirvió para politizar aún más la Justicia y judicializar aún más la política, que era el mal que –supuestamente– se quería erradicar.

Tanto el presidente Santos como el ministro del Interior, Juan Fernando Cristo, terminaron metidos en un Acto Legislativo que algunos sectores vitorearon desde sus propios intereses y que otros aprovecharon para proteger los suyos. Cada quien metió mano a conveniencia, con la complacencia del Gobierno, que no supo –o no quiso– ponerles frenos a los abusos de las partes interesadas. Nada de lo conseguido con la cacareada reforma era necesario, sobre todo si se tiene en cuenta la inevitable reforma constitucional que habrá de realizarse para hacer jurídicamente viables los acuerdos a los que Gobierno y Farc lleguen en La Habana. “Se trata –me dijo un senador del Centro Democrático– de un saludo a la bandera”.

La reforma, inclusive, terminó siendo nociva para la supuesta depuración de la administración de Justicia, que por primera vez en la historia se ha entronizado en las más exclusivas esferas de las Altas Cortes, hoy más desprestigiadas que nunca. Desde la Corte Suprema –que ahora tiene la exótica figura de la Primera Dama– hasta la Constitucional, que hasta no hace mucho era la joya de la corona y ahora tiene un magistrado que debe responder desde cargos por supuestas coimas hasta despojos de tierras, atraviesan su peor momento y cuentan con niveles de aprobación inferiores a los que tiene el Congreso de la República.

Estaba diagnosticado que una de las peores lacras que ha contribuido a la supuración de la corrupción en las cortes y tribunales es la atribución a esas corporaciones judiciales de funciones electorales, que las politizaron con todas las bajezas propias de la actividad política. Compras de votos en forma de nombramientos de familiares, amantes, amigos, compadres y canonjías en las propias instituciones, o simples marrullerías para elegir no al mejor sino al que más ofrezca. Hoy no más nos aprestamos a la elección del Registrador Nacional del Estado Civil y el candidato más opcionado no es alguien del que se hable por sus méritos, sino cuya alta opción está calculada sobre la base de ser el candidato de ese extraño binomio que han conformado el magistrado José Leonidas Bustos –de la Corte Suprema– y el fiscal general de la Nación, Eduardo Montealegre Lynett.

Había consenso en que diez años de ejercicio profesional eran muy pocos para llegar a la Magistratura de Alta Corte y que 20 años era lo ideal. Pero finalmente se dejó en 15 años (artículo 12 del Acto Legislativo). ¿La razón? Según me comentaron algunos senadores, al gran amigo del Fiscal General –su vicefiscal, Jorge Perdomo– no le convenía el lapso de 20 años, sino el de 15, para que su jefe lo “coloque” en la Corte Constitucional, a donde lo quiere llevar.

La puerta giratoria entre cortes, que cerró el Consejo de Estado con la decisión que anuló las elecciones de Francisco Ricaurte y Pedro Munar, la volvieron a abrir con el artículo 2 del Acto Legislativo, solo que ahora los favores serán cruzados entre cortes. “Yo te elijo en tu corte y tú me eliges en la mía”. Ahora podrán saltar de una corte a otra, pero no desde la propia: ahora lo harán desde la ajena. Punto. Así nada obsta para que un consejero de Estado sea Fiscal General, como ya han sido dos: Gustavo De Greiff y Luis Camilo Osorio. Lo terna el presidente y lo elige la Corte Suprema. O para que un exconsejero sea magistrado de la Corte Constitucional, lo ternará la Corte Suprema y lo elegirá el Senado. Y así seguirán los mismos con las mismas, per secula seculorum.

¿Una Corte Constitucional santista?

Si alguna institución es clave para el Gobierno durante los próximos doce meses es la Corte Constitucional. En ella se jugará la constitucionalidad o no de todas las normas que pongan en práctica los acuerdos de paz de La Habana. El núcleo duro de la paz es el tema de qué tanta impunidad es compatible con la Constitución y con los tratados internacionales que integran eso que los juristas llaman “el bloque de constitucionalidad”, y si la definición de pena en delitos graves contra los Derechos Humanos incluye formas alternativas de cumplimiento de la misma, que excluyen la internación carcelaria. Con semejantes temas, y la perspectiva de tres vacantes en ciernes, es obvio que Santos se la jugará toda en poner allí a sus amigos. Mauricio González–cuya terna es del presidente– está ad portas de irse. Luis Ernesto Vargas Silva está en tal estado de postración por problemas de salud que no extrañaría su inminente renuncia. Jorge Pretelt enfrenta líos judiciales de gran magnitud que lo raro es que permanezca en el cargo y no que no haya renunciado. Y a Alberto Rojas la propia Corte le seleccionó la tutela que lo reintegró al cargo. Por lo pronto, Santos quiere asegurarse con su propia terna. Su candidata in pectore sería la jurista Catalina Botero. Pero hay otros que suenan: Alejandro Linares, Héctor Riveros, Rodolfo Arango, Cristina Pardo, Alexei Julio, todos magníficos juristas, cada uno en su especialidad. Pero –eso sí–, todos con agenda propia y no siempre coincidente con la de Santos. En todo caso, el Gobierno no puede –ni quiere– correr el riesgo de entronizar en la Constitucional a un opositor suyo o del proceso de paz. A Santos le puede pasar como ocurre con ciertas traducciones: que las buenas no son fieles y las fieles no son buenas.

El Gobierno Judicial, ¿bueno o malo?

El Acto Legislativo 02 de 2015 creó un órgano en reemplazo del desprestigiado Consejo Superior de la Judicatura –el llamado Consejo de Gobierno Judicial- y también creó un cargo clave para la Rama Judicial: la Gerencia de la Rama Judicial. El solo nombre ya instituye constitucionalmente una definición política del cargo: Gerente, que en este caso no es otra cosa que trasladar al servicio público prácticas empresariales. ¿Bueno o malo? Nadie duda de que hay magistrados con ánimo de lucro, que se nota en el sospechoso crecimiento de sus patrimonios. Pero la Rama es un organismo de servicio público, cuyas únicas ganancias deben ser sociales. ¿Qué clase de políticas de servicio impondrá ese Gerente, cuya escogencia tiene hoy enfrentados a Gobierno, cortes y sindicatos judiciales? Se trata, obviamente, de un cargo con superpoderes, que no solo manejará un multimillonario presupuesto, ($2.4 billones), sino una burocracia monumental. Dicho Gerente elaborará el presupuesto de la Rama, lo ejecutará y responderá por toda la gestión de los jueces. Se trata de uno de los cargos más apetecidos por la clase política. El Gobierno –por supuesto- quiere poner allí a una de sus fichas. El fiscal le hará contrapeso y desde ya cuenta con un voto fijo: el de su amigo, el magistrado Bustos. Para ser justos, el nombramiento debería recaer en un prohombre, alguien sin tacha. Pero en estos casos lo que no hay es justicia. Punto. Asonal Judicial –que también quiere Gerente amigo- está dividido para elegir a su representante, y la Asociación de Jueces y Fiscales no logra consenso sobre un nombre para elegir. En ese río revuelto de intereses que es la Rama Judicial el único ganador es Santos.

Y de la verdadera reforma a la Justicia, ¿qué?

La lista de injusticias en Colombia es enorme: niños de La Guajira que se mueren de hambre, miles de millones de pesos que los contratistas –apadrinados por los políticos- se roban de los contratos de alimentación a los menores en diferentes departamentos del país, la pena irrisoria que le acaban de imponer a Rodrigo Jaramillo de Interbolsa, el siempre congelado proceso por el desfalco de Saludcoop, más todos los pequeños casos que no llegan a los medios de comunicación y que duermen el sueño de los “injustos” en los anaqueles de las fiscalías y juzgados, son perlas del inmenso collar que asfixia a Colombia: la falta de Justicia. Escasez de investigadores de Policía Judicial bien preparados e idóneos, cargas laborales inhumanas y excesivas en juzgados laborales y civiles de todo el país, juicios interminables en el Sistema Penal Acusatorio, hoy llamado con sorna “Sistema Penal Aplazatorio”, también conforman el problema estructural de la Rama Judicial. Para ninguno de ellos hay hoy una sola norma en los 25 artículos que conforman la pomposamente llamada Reforma de Equilibrio de Poderes y Reajuste Institucional. El Tribunal de Aforados se hizo para evitar que el Fiscal General o los magistrados de las altas cortes puedan ser realmente investigados y sancionados por delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones; el Consejo de Gobierno Judicial, se creó para empoderar a los presidentes de las cortes; y la Gerencia de la Rama Judicial, para acabar de politizar la Justicia. Pura cosmética y más politización. Punto. La reforma estructural sigue, pues, pendiente. Hoy más que antes.

Venezolanización de la Justicia

Cada día es más evidente –y preocupante– el poder que adquiere la Fiscalía General de la Nación. Se ha vuelto costumbre por parte de los fiscales procesar penalmente a los jueces que adoptan decisiones que van en contravía de las pretensiones de la Fiscalía, como si estuviéramos en presencia de una nueva modalidad de dictadura, parecida a la que se ha venido institucionalizando en Venezuela. Es urgente, por la “salud de la República”, como diría Alberto Lleras, crear un mecanismo procesal o una institución independiente, diferente de la Fiscalía, que se encargue de la investigación penal de los jueces. En el Acto Legislativo de Equilibrio de Poderes, el Fiscal General y los magistrados, alertaron sobre el peligro de que se usaran los poderes de la nueva Comisión de Aforados para afectar su autonomía. Por ello introdujeron el siguiente texto: “(…) no podrá exigírseles en ningún tiempo responsabilidad por los votos y opiniones emitidas en sus providencias judiciales o consultivas, proferidas en ejercicio de su independencia funcional (…)”. Por desgracia esa norma no se aplica a los jueces por parte de la Fiscalía. ¿Qué igualdad de armas tienen los defensores frente a la Fiscalía, si es una parte que puede encarcelar al juez que decide sobre sus peticiones? En Barranquilla capturaron a unos funcionarios de juzgados, entre ellos dos jueces con el mejor nombre, según sus colegas, por el “delito” de haberle otorgado la libertad en primera y segunda instancia a Alfonso Hilsaca, el mismo que en otro proceso probó –al punto que hubo aceptación de cargos– que dos fiscales le exigieron 500 millones de pesos para sacarlo de un proceso al que ellos mismos lo habían vinculado. En YouTube está colgada la audiencia donde el juez Volpe Iglesias revoca la detención de Hilsaca, y juristas reconocidos que la han visto opinan que su decisión fue “justa y razonable”. Pero aun así los capturaron en una evidente acción intimidatoria contra los jueces. Y EL HERALDO del jueves pasado informó que –después de un escandaloso operativo– el fiscal solicitó “detención domiciliaria” contra ellos. Si ese era el propósito, ¿qué necesidad había de capturar y someter al escarnio público a jueces respetados y respetables dentro de la comunidad jurídica? Por esa razón se habla de un acto abusivo, injusto e intimidatorio contra los jueces y contra el procesado favorecido con su decisión.

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